sábado, 30 de enero de 2016

PATRICIO CABRERA O EL LIVIANO EMBLEMA DE LA FELICIDAD

Las noches al raso no tienen estrellas, 2015




Es bastante probable que aquel que canta no siempre sea feliz, como dijo Bonnard cuando fue viejo, pero de lo que no cabe duda es de la alegría que nos embarga cuando nos alcanza la canción de Patricio Cabrera. No hay en ella lugar para el drama ni tan siquiera ocasión para la melancolía. Se diría que su pintura ha sabido, desde el inicio, orquestar el gozo de estar vivo, canalizar la energía del mundo a través de la mano que mueve el pincel.

El ruido del mar, 2010


Sus cuadros son tesoros y poseer uno de ellos es como tener una ofrenda votiva en casa. Incluso cuando en alguno un barco se hunde siempre al lado hay un pájaro que canta desde el nido o una luz que lo redime o una planta trepadora que parece sustentarlo.

No es casual que sea un paisaje de palmeras el liviano emblema de la felicidad. También yo he visto sus dragones y puedo asegurar que jugaría con ellos. 


Geometría de la distancia, 2011

lunes, 11 de enero de 2016

La Cueva de Antonio Sosa

La Cueva, Antonio Sosa
"Demiurgo" es un concepto demasiado ambicioso -y tal vez un tanto anacrónico- para lo que se estila y prolifera en el actual mundo del arte. Si los platónicos lo entendían como algo parecido a un "Dios creador", los gnósticos lo asimilaban más bien a "un principio activo del mundo". Palabras, en cualquier caso, mayores -y ajenas- al trabajo y producción de la inmensa mayoría de los artistas contemporáneos. No es extraño, pues, que un artista de la enjundia de Antonio Sosa, al que la palabra "demiurgo" le sienta tan bien, lleve años tomando una prudente pero decidida distancia con respecto a lo que la Institución Arte y sus variados circuitos (no solo comerciales y mediáticos sino asimismo ideológicos y programáticos) han convenido en las últimas décadas en identificar como arte. 

Penitente marismeño, A. Sosa

Bastaría con poner discretamente un pie dentro de su "cueva" para comprobar que el artista nos vuelve a cautivar ojo y mente con el poderoso misterio de una iconografía que, aparte de personalísima, es capaz de suspender nuestros sentidos entre el vértigo y el jeroglífico.
De clara inspiración religiosa la cueva de Antonio Sosa apela sin ambages ni rubor a lo más profundo de nuestra tradición barroca, tradición que exige siempre el pago de un tributo de orden psicoanalítico que tampoco en este caso el artista hurta ni enmascara, pese a lo que pueda parecer. Recomiendo, en este sentido, no dejarse engañar por las superficies; hay que rascar: en lo hondo todo cobra sentido y se hace ley.
Las criaturas de la cueva de Antonio Sosa no necesitan tanto de nuestro entendimiento como de nuestro amor. De un amor inevitablemente unido al pálpito indomable de la parte más intestina de nuestra herencia cultural y del que estoy seguro que el artista es plena y lúcidamente consciente, y que utiliza como palanca creativa con la que seguir elaborando una poética de enorme y fértil complejidad que, como un rizoma, crece y se enriquece de sí misma. 

Un servidor ante la Cueva