miércoles, 4 de febrero de 2015

André Lhote, la tercera vía del Cubismo

ANDRÉ LHOTE, LA TERCERA VÍA DEL CUBISMO

La Escalera, óleo sobre lienzo, 1913


No deja de resultar intrigante la manera en que evoluciona la popularidad –y a menudo hasta el prestigio profesional- de algunos personajes públicos, especialmente si éstos han desarrollado cualquiera de las actividades llamadas artísticas. ¿Por qué algunos nombres parecen estar suscritos ab aeternum al éxito y otros, en cambio, no resisten siquiera el ímpetu del siguiente ismo? ¿Quién tiene una explicación convincente para los vaivenes de determinados prestigios o bien para el ninguneo de otros que, con mucha suerte, pueden aspirar todo lo más a vegetar entre el polvo de los anaqueles de alguna biblioteca especializada?
¡Ah, la tornadiza suerte! O quizá la suerte la construyamos entre todos. En cualquier caso, el ojo sensible, culto y exigente no puede sino juzgar  como decepcionante que circunstancias perfectamente ajenas al arte –aunque muy pegadas a la vida- terminen por auspiciar reputaciones inmerecidas o abortar reconocimientos más que justos.
"14 de julio, Avignon", 1923
El caso de André Lhote, por ejemplo, me parece uno de los muchos de estos últimos. Aunque hoy prácticamente nadie sepa reconocer uno solo de sus cuadros, en los años 20 y 30 del pasado siglo su predicamento era tan amplio que su apellido dio origen al término “lhoteismo”, siendo Ramón Gómez de la Serna el primer intelectual español que lo utiliza. De los 25 capítulos de su fundamental libro “Ismos”  uno de ellos está dedicado íntegramente a desentrañar el “lhoteismo”, esa tercera vía del cubismo de marcada inclinación analítica de la que el pintor se sirvió, como patrón generador, para exhibir una nueva figuración de carácter más “científico”.
Lhote fue, por lo demás, uno de los más activos teóricos y críticos del arte de su tiempo, como lo demuestra su ingente obra escrita entre la que destacan sus dos tratados, “Traité du paysage” (1939) y “Traité de la figure” (1950) o su monografía dedicada a Corot (1923) o su antología “Les peintres français nouveaux” (1926).
Pintor y apóstol de un cierto tipo de pintura sincrética, que sin romper con la tradición de la clasicidad asume algunos de los avances que desde Cézanne hasta el cubismo de un Juan Gris se han ido sucediendo, su labor como pedagogo en su propia Academia del barrio de Montparnasse, abierta en 1921, hará que su influencia se sienta en algunos de sus numerosos alumnos como Tamara de Lempicka, William Klein o un jovencísimo Henri Cartier-Bresson. Entre los españoles su huella es incuestionable en el Vázquez Díaz de los años veinte, en Torres García y en Pancho Cossío entre otros.
"Bañistas", óleo sobre lienzo, 1935


Precisamente esa pintura de síntesis que practica y su aversión a los dogmas estéticos han contribuido a que su lugar en el arte de su tiempo haya estado siempre mal definido. Malentendido del que él es, en parte, también responsable al evitar a conciencia someterse a los dictados de los diversos estilos que practicaba. Hombre culto, cosmopolita y profundamente independiente si por algo me gusta y reivindico su obra, además de por su extrema sensibilidad para las bellas formas y las armonías cromáticas, es por su firme compromiso con la vida, por haber logrado que la emoción conviva cómodamente con el rigor y el análisis formal y por su obstinada determinación en ser moderno sin necesidad de hacer tabla rasa con el inmenso y rico legado de la tradición occidental.

Bodegón en el jardín, óleo sobre lienzo, 1919






La última oportunidad que tuvimos en España de acercarnos a su obra fue en 2007 cuando la Fundación Mapfre le dedicó  una exposición en su sede madrileña que, por desgracia, no pude llegar a ver. 

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