lunes, 11 de abril de 2011

Blandura en el Atardecer: Joaquín Sáenz

Corría el año 2007 y el Museo de Alcalá de Guadaíra organizaba una retrospectiva de buena parte de las marinas gaditanas de Joaquín Sáenz. Con tal motivo fui invitado a comentar uno de los cuadros allí presentes dentro del ciclo Contar un Cuadro que los gestores del Museo llevaban a cabo. Elegí Blandura en el atardecer que ya desde su mismo título me atrajo. No tengo reproducción del cuadro y lo siento de veras. A cambio he elegido una panorámica de playa con casetón, también de la zona de Conil, donde el artista ha pintado tanto y con tanta devoción. Lo que allí dije es algo parecido a lo siguiente:

Soy consciente de que el gusto por la pintura es un placer anacrónico. Y no veo ninguna razón para avergonzarme de tal afirmación, al fin y al cabo la mayoría de nuestras ocupaciones predilectas, si lo pensamos bien, son ya placeres anacrónicos: el gusto por la lectura reposada, los paseos por parajes idílicos, el disfrute de los objetos nobles y bellos o el ejercicio de las buenas maneras; todas ellas costumbres anacrónicas…
Pero, al menos, el anacronismo tiene la ventaja de que no hace daño. En cambio, no estoy tan seguro de que la creciente incapacidad de saber deleitarse con las bellas artes, aún siendo muy contemporánea, no sea dañina al espíritu y a la sensibilidad, si es que todavía hoy pueden utilizarse estas palabras sin ser inmediatamente acusado de reaccionario.
En una época en que Dios es historia y la pintura agoniza lentamente en los Museos y galerías de arte contemporáneos, no tiene nada de raro que unos pocos no tengamos demasiados motivos para la esperanza. No hace falta ser un lince para detectar que nuestros jóvenes estudiantes, dominados por una especie de hipnosis masiva, no tienen la más mínima intención de desatender sus muchas ocupaciones electrónicas, consumistas, deportivas y copulativas para, por ejemplo, encontrar un buen rato para el disfrute de la pintura o la poesía. Sólo pensarlo ya nos produce un cierto sonrojo. Y podemos juzgar que “peor para ellos”, quizá a alguno le sirva de consolación. Lo malo es que también es peor para nosotros.
Ya sé que la pintura no ha sido nunca un arte democrático (ni falta que le hace) pero nunca como ahora ha estado tan desconectada de las preocupaciones e intereses de los ciudadanos. Que las grandes y mediáticas exposiciones de pintura canonizada se vean asaltadas por ejércitos de pacientes y desocupados visitantes no debiera confundirnos. Son entretenimientos gratis o mucho más baratos que el Centro Comercial, sobre todo si vas con los niños. Y además, suelen estar bien refrigerados en verano y calentitos en invierno. El interés por los contenidos y la curiosidad por conocer mejor las motivaciones creativas del artista es ya otro cantar. Y no seré yo quién los culpe por eso. En realidad, nadie se ha tomado en serio su formación estética y lo verdaderamente milagroso es que, a pesar de su desconocimiento, sigan yendo a pasar el tiempo ojeando cuadros en vez de estar viendo la televisión, navegando por Internet o practicando pilates.
La pintura de Joaquín Sáenz está lejos del ruido del mundo moderno. Contemplativa y absorta en los ritmos lentos pero constantes de la Naturaleza.
Si han visto la Exposición que sobre su obra el Museo de Alcalá nos ofrece se darán cuenta de que sus vistas son traslaciones al plano de la tela de una mirada atmosférica, abarcadora y bondadosa; y todas ellas, variaciones sobre un mismo tema: el paisaje natural.
Evidencian una dicha, un estado de ánimo muy próximo a la beatitud y el recogimiento. Aunque el pintor elija para ello el tono melancólico, tan propio de las horas inciertas, cuando la luz empieza a confundirse con las sombras, sus amplios paisajes nos revelan un idilio con lo dado, con aquello que ha estado ahí mucho antes de que nosotros llegáramos para verlo y cuya existencia no depende de nuestra voluntad ni de nuestra mano.
Si se fijan notarán una distancia natural frente a lo creado, la Naturaleza. El pintor opera desde fuera, no desea penetrar en su objeto. Primero, la mirada lo contempla con sosiego. Y después, la mano, igual que haría un demiurgo, realiza el prodigio de hacerlo aparecer.
Una operación de marcado carácter impresionista, que busca a veces la pincelada rápida y otras, la de largo recorrido, pero siempre en función de la mancha de color capaz de elaborar una superficie rica, culinaria, que en buena parte renuncia a la tarea de analizar la lógica constructiva de la obra prefiriendo la pincelada sensación.
Hay en estos paisajes de Sáenz un permanente interés por los estados transitorios de la luz (atardeceres, amaneceres, días grises o nublados) como ocurre muy a menudo en los lienzos de Monet.
A diferencia, sin embargo, de lo que en ocasiones vemos en Monet, en los paisajes de Joaquín Sáenz se huye premeditadamente de la anécdota. En las escenas fluviales de Giverny o Argenteuil del maestro francés nos solemos encontrar con distintas figuras humanas. En las playas y los campos de Sáenz no hay nada más que tierra, mar y cielo. Son paisajes huérfanos de hombre, empeñados exclusivamente en comprender las simbiosis naturales, esos abrazos en el horizonte de los cielos con las aguas y esos besos del agua con la arena. ¿Es aquí el mar el que arropa a la tierra o es la playa la que ampara al océano?
Sáenz nos acerca, desde la sobriedad expresiva y el repudio del sentimentalismo o el heroísmo, al esquivo misterio de las cosas. Por medio de una composición serena y simple y utilizando una paleta reducida de tierras, ocres, sienas y verdes y azules agrisados el pintor nos invita a compartir con él sus espacios naturales de intimidad, su hábitat más privado en el que nunca hay nadie porque a él se va para estar solo.
En “Blandura en el atardecer”, por ejemplo, una obra de poético título, la soledad está, si cabe, más acentuada por la presencia del propio casetón o merendero del que penden dos alegres banderitas (dos puntos de color) que testimonian la huella de una voluntad humana. Un casetón sin gente, sin signo alguno de actividad humana en el blando atardecer de una playa solitaria se erige en la soledad edificada.
Podemos interpretar esta visión, y yo diría casi toda la obra paisajística de Sáenz, como la de un testigo solitario de la naturaleza que observa de manera contemplativa la transitoriedad del tiempo y el espacio.










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